“El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir”.

José Saramago

Mario Vargas Llosa, para apoyar la difusión de un libro de su hijo Álvaro, nos dice que “El populismo es un tipo de enfermedad que afecta al sistema democrático. Sacrifica el futuro de un país por un presente transitorio. A veces se pone la máscara de la derecha, a veces la de izquierda. Puede afectar democracias jóvenes y democracias establecidas”.

Sabina Berman nos decía, en el 2015, “Los mexicanos no confiamos en que las instituciones de justicia hacen justicia, ni en que las instituciones que debieran buscar la verdad la buscan, ni creemos que las de seguridad nos aseguran contra el crimen, ni que las hacendarias administran sabia y eficazmente nuestra economía, y menos que la institución que vigila y sanciona la corrupción hace otra cosa que lamer sorbetes de nieve de limón mientras de cierto la corrupción es la enfermedad mayor de las instituciones.”

“La pregunta relevante aquí es por qué tendríamos los mexicanos que confiar en esas instituciones que tan claramente nos están fallando. Y por qué deberíamos defenderlas si parecen haber dejado de servirnos a nosotros, los ciudadanos, para servir únicamente a la bonanza personal de los políticos. Cierto, el populismo siempre es peligroso. Igual lleva al poder a Nelson Mandela que a Hitler. Igual lleva al poder a Corazón Aquino que a Hugo Chávez. Pero la política convertida en una mera administración del deterioro también es peligrosa”.

La socióloga argentina Ana Soledad Montero plantea que “el discurso populista se caracteriza por una forma particular de interpelar al pueblo con el fin de construirle una identidad. Si bien todo discurso político apela al pueblo, en este caso se trata de crear identidad conforme a una relación de antagonismo que se asienta en una distinción entre “nosotros” y “ellos”. Así, el discurso considerado como populista tiende a distinguir a los de abajo contra los de arriba, es decir, al pueblo explotado contra los que le explotan. De esta forma, este tipo de retórica tiende a configurar a un antagonista, a una suerte de enemigo al que sitúa en oposición al pueblo”.

Si atendemos esta definición, nuestro país ha contado al menos con dos presidentes populistas: Benito Juárez que le confiscó sus bienes a la Iglesia y Lázaro Cárdenas del Río que nacionalizó el petróleo y repartió tierras a los campesinos. Ese es el miedo que está expresando la derecha mexicana cuando Andrés Manuel López Obrador toma como punto de referencia a esos dos grandes personajes y les agrega a Francisco I. Madero, como ejemplo de demócrata, para lanzar el mensaje de la cuarta transformación. Esto es, un populista que pretende asemejarse a esos tres personajes, por ello su frase de campaña en el nombre de su coalición “Juntos Haremos Historia”.

Dicen los que critican, personeros de la derecha mexicana, que el populista necesita tres ingredientes fundamentales: pobreza, ignorancia y fanatismo. No reparan en estos hechos: la pobreza se ha ido incrementando en lugar de disminuir en el transcurrir de estos 35 años de neoliberalismo, esto es, ha sido la propia derecha, en el poder, quien ha creado esa condición; la ignorancia podría ser combatida mediante la educación, pero la derecha mexicana le ha cerrado la puerta a miles y miles de estudiantes aspirantes a una carrera universitaria a través de los exámenes de admisión; el fanatismo requiere del control de los medios de comunicación y se ve, en consecuencia, que la derecha mexicana ya no puede fomentar el culto a la figura presidencial como un mecanismo de control del pueblo mexicano.

Al final, es muy posible que este 1 de Julio, aquéllos que han sido ignorados en la toma de decisiones para darle rumbo político al país, decidan dar su voto a un líder “populista”, quien definirá con sus acciones si será un López de Santa Ana o la mezcla de esos tres ilustre mexicanos Juárez, Madero y Cárdenas.

Isabel Dorado Auz